Cultura y cambio 3 (Entre China y EE UU)

Rafa Martín
Exconsultor en Aprendizaje

Hasta hace quinientos años, la mayoría de los grupos humanos vivían sin conciencia sobre la existencia de otros grandes grupos o civilizaciones lejanas, ni siquiera de los límites del planeta que solo conocían parcialmente. El mundo estaba formado por un conglomerado de culturas distintas en las que la mayoría de ellas no tenían contacto entre sí. 

La primera gran civilización nació hace unos 10.000 años, en Mesopotamia, fue un patrón que se reprodujo como resultado de la revolución agrícola-ganadera que, paulatinamente, sustituyo a los pequeños grupos de cazadores recolectores por agrupaciones humanas mayores en casi todo el mundo. Egipto, Roma…, pero también en China o en el mundo mesoamericano donde Incas y Aztecas se desarrollaban inconscientes de civilizaciones ajenas.

En 1521 se inició la primera globalización, tras el “descubrimiento” de Colón, los españoles conquistaron el imperio Azteca, mientras los portugueses, con Fernando de Magallanes de capitán, le daban la vuelta al globo. En 1532 los Incas caían ante los insaciables españoles y, pocos años después, en 1606, los primeros europeos llegaban a Australia y la colonización inglesa del continente fue solo cuestión de años. Todos los mundos se hicieron uno.

Desde entonces, y hasta hoy, se inició un proceso irreversible en los que los pequeños mundos eran engullidos por las grandes civilizaciones y las grandes civilizaciones aplastadas por Imperios más poderosos. Un proceso de homogeneización por la fuerza de dioses y armas que, en unos cuantos cientos de años, cambiaron el mundo radicalmente.

Hoy, aunque hay cerca de 200 países oficiales y reconocidos, el dinero y el modelo capitalista es algo que todos entienden y comparten, por lo civil o por lo criminal. Las leyes internacionales o los derechos humanos algo teóricamente colectivizado. Las matemáticas, la física y la química, un mismo lenguaje compartido por científicos chinos, rusos, japoneses, iraquíes, americanos o europeos. Podemos conducir un vehículo en casi cualquier parte del globo porque compartimos un mismo código de circulación, los chinos van en Tesla, los americanos en Mazda y a los jeques les encantan los Ferrari y los Lamborghini.

A finales del siglo XX la irrupción de la informática nos trajo Internet y nos convirtió a todos en navegantes digitales con capacidad para comunicarnos instantáneamente, sin fronteras, compartiendo las mismas herramientas informáticas y con la capacidad de intercambiar información y conocimiento a tiempo real. De ahí a las redes sociales quedaba un pequeño paso, paso que dimos a principios de este siglo XXI y sobre el que puedes leer el artículo anterior de esta trilogía.

Ahora, quisiera llamar tu atención sobre la otra megacultura que se extiende en Oriente y que le disputa la supremacía al nuevo imperio surgido en Silicon Valley.  El modelo chino es una potente alternativa basada en una burocracia estatal muy poderosa capaz de orquestar el desarrollo organizacional y el orden social con eficiencia monolítica y dejando muy poco espacio tanto a los derechos humanos como a la libertad individual. Ellos mismos lo llegaron a denominar “capitalismo burocrático”. Temible.

Ningún país ha crecido tanto como China desde que a principios de los noventa dejaran de abrazar el socialismo para caer en los brazos del crecimiento económico. Millones de chinos han dejado la extrema pobreza y una nueva clase media se suma al consumismo a la misma velocidad que huye del comunismo genuino. Pero en el parlamento chino hay más de 100 multimillonarios, casi 400 en todo el país en el que en 1980 prácticamente no había ninguno.

La gran migración de las zonas rurales a los núcleos industriales junto al estricto control estatal sobre sindicatos y derechos no han facilitado la conciencia de clase social y la meritocracia es una quimera porque los pobres, la mayoría campesinos, no tienen las mismas oportunidades de estudios y ascenso social.

Allí, libertad tampoco no rima con capital. China aplica una potente censura en Internet. Intervienen líneas telefónicas y monitorear la actividad online de la población. Desde el 2020, el Gobierno anda implantando el Sistema de Crédito Social que combina reconocimiento facial, geolocalización e inteligencia artificial. Ciudadanos y empresas, sometidos a un sistema de puntos, serán premiados o castigados por su comportamiento en el mundo digital o físico. Pierden puntos por cruzar un semáforo en rojo o tirar una colilla en la calle y, si caen en la lista negra de este autoritarismo tecnológico y arbitrario, no podrán comprar una vivienda o reservar un vuelo. Lo peor es que muchos chinos, acostumbrados al autoritarismo, prefieren una sociedad con menos derechos a cambio del desarrollo que están viviendo.

En este juego de tronos culturales, Europa no parece cuajar en una alternativa sólida. Fragmentada en un conjunto de culturas y estructuras de estado como herencia de su convulso pasado, no ha encontrado la forma de dotarse de una unidad eficaz capaz de superar las distintas soberanías parciales. La Unión Europea parece hoy más que ayer una utopía. El Brexit o el resurgir de los nacionalismos autoritarios y populistas se suman a la corrupción galopante y a una incompetencia burocrática de una Europa que no atina con la fórmula para competir contra los gigantes chino y norteamericano.

Europa, territorio en el que los derechos humanos, la libertad individual o la democracia todavía parecen valores vigentes, no está en disposición de presentar batalla cultural. La alternativa de valores y prácticas de comportamiento ético que quiere liderar la lucha contra el calentamiento global y un crecimiento sostenible, la protección social contra la desigualdad indecente, los derechos digitales o la prevención contra los efectos de una automatización imparable que dejará muchas víctimas en la cuneta de la irrelevancia social, no parece tener viabilidad por su propia parálisis ejecutiva.

Entre la dictadura tecno-corporativa que se impone en Norteamérica y el capitalismo autoritario de estado que crece imparable en China, la Europa fragmentada e ineficaz no parece tener oportunidad real. Hoy, nos guste o no, solo hay dos alternativas que se disputan la supremacía cultural en el planeta, mientras nosotros, los europeos, andamos enredados en nuestra particular e indolente guerra de taifas.

Pero las culturas son un invento humano, un producto de nuestras intenciones y trabajo y, por tanto, podemos mejorarlas, cambiarlas. Vamos a necesitar mucho pensamiento crítico y un liderazgo muy distinto. Solo los críticos mejoran lo que inventamos, solo los verdaderos líderes convierten el cambio en oportunidad.

Los críticos son imprescindibles para la humanidad, hoy más que nunca, probablemente no sobreviviremos sin su aportación clave, no seremos capaces de reinventarnos, de encontrar a los líderes que necesitamos. Pero todos tenemos pensamiento crítico, actívalo.